lunes, 23 de marzo de 2009

II. Evolución y democracia

Cítese este artículo como: Saldaña-Zorrilla, Sergio O. (2008). Dualismo y polarización histórica en Iberoamérica. Revista El Cotidiano, No. 149, Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco. ISSN: 0186-1840. Ciudad de México.
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El proceso de selección natural darwiniana es otra característica de la naturaleza claramente presente en las sociedades. Allí el dualismo aparece con la existencia de especies aptas y no aptas, donde las primeras sobreviven dando paso a la evolución. Spencer sostiene que ese dualismo natural está también presente en las sociedades, tanto entre sociedades distintas como a su interior.

Bajo esa lógica, pretender la abolición de la lucha de clases –como en el caso del comunismo- es negar a la naturaleza misma; mientras pretender reducir su antagonismo –objetivo de las democracias republicanas- es oponerle una fuerza artificial en resistencia. Ortega y Gasset[1] considera la democracia como el artificio más anti-natural de la civilización ya que, entre otras cosas, crea mecanismos para impedir que los más fuertes siempre ganen, lo inverso con los más débiles, posibilitándole la existencia a los menos fuertes a pesar de su natural tendencia a perecer.

¿Es entonces la democracia un sistema que desacelera la trayectoria evolutiva de la raza humana –en el camino al superhombre nietzscheano- en tanto les obliga a cargar el lastre de los más débiles? Creo que no. La selección natural no premia precisamente al individuo más apto de la especie, sino a aquel cuyo comportamiento maximiza las probabilidades de éxito de la especie en su conjunto en el largo plazo. De ello presenta clara evidencia empírica la teoría genética evolutiva contemporánea, señalando que los genes del tipo de individuos que se comportan en beneficio de la especie en su conjunto tienden a transmitirse más frecuentemente que los de aquellos que se comportan de otros modos.

Desde Pericles hasta nuestros días podemos observar que mientras las ideologías de las sociedades van transformándose, la instauración de dictaduras y democracias es cíclica. Roma en sus inicios –una simple monarquía post-etrusca- transita a la república no por una maduración de su clase gobernante, sino por la rebelión patricia. Esto le lleva al ascenso de un régimen aristocrático que se apoya en el pueblo no-plebeyo para alcanzar el poder, al cual luego tiene que incluir para sostenerse y garantizar gobernabilidad, creando el llamado Estado Gentilicio. La creciente presión social forzaría a las reformas del siglo III a.C., que incluyeron a los plebeyos en el gobierno,[2] formándose el Estado Patricio-Plebeyo. Si bien esas conquistas políticas en nada significaron la abolición del dualismo al interior de la sociedad, pero sí lograron enormes reducciones de su polarización.

Las sociedades son inequívocamente aristocráticas y tienden a estratificarse de manera natural –lo que hace a las democracias republicanas tan vulnerables. Un simple hueco dejado por los sectores económicamente más débiles no lo desperdician los fuertes.

Aún con ello, el riesgo no consiste en sí en que los grupos económicos más poderosos instauren una plutocracia, sino en que esos grupos generalmente tienen poca capacidad de análisis económico y político de largo plazo, tendiendo a acumular la riqueza y de ahí el poder hasta el punto de asfixiar el poder adquisitivo generalizado y la libertad, ampliando la brecha de demanda de la economía y generando mayor polarización, punto de arranque de las grandes depresiones que terminan por golpear a las elites mismas.

La República de la Roma de la antigüedad es destituida por la dictadura pero –para sorpresa de la retórica de Cicerón- logra devenir en imperio gracias a su superioridad tecnológica e institucional relativa a otras sociedades de la época. Similar a egipcios, aztecas y todo imperio, el financiamiento tanto para las elites del imperio romano como para su pueblo se obtiene de la explotación a los pueblos tributarios. Sin embargo, sociedades sin esa fuente externa de explotación corren el riesgo de ser reemplazadas por largas dictaduras sangrientas.

En ellas surge un particular conflicto moral al interior de la sociedad: El ciudadano que vive bajo una dictadura suele tener la impresión de estar haciendo algo malo. La interdependencia entre cualquier actividad de esa sociedad y la dictadura le genera al ciudadano una sensación de complicidad. Al mismo tiempo se exculpa porque sabe que está siendo obligado a ello. Por eso, cuando una nación –voluntaria o circunstancialmente- destituye una dictadura y comienza a transitar a la democracia, una fuerte responsabilidad moral guía la obsesión de la restauración democrática por poner candados al resurgimiento de la dictadura. Tanto para Ortega y Gasset[3] como para Karl Popper,[4] el gran mérito de las democracias consiste tanto en que se oponen a la tendencia natural de las sociedades de acumular excesivamente el poder como a que logran reducir al mínimo la violencia de Estado.

Aunque las democracias no son –ni nunca lo han sido- el directo ascenso del pueblo al poder, su instauración al menos permite el funcionamiento de instituciones capaces de evitar el ascenso de la dictadura. No obstante, las circunstancias para el siempre latente retorno a la dictadura son más propicias en aquellas sociedades con una larga tradición dictatorial. En otro artículo he advertido sobre la actual vulnerabilidad de la democracia mexicana debido a la exclusión social y a la rigidez del aparato público.[5] Ahora daré más atención al papel de la sociedad civil, cuya capacidad para involucrarse en la vida política varía ampliamente entre sectores y épocas y determina el éxito democrático.

Thompson[6] atina al señalar que la prevaleciente actitud fatalista (combinación de sumisión y resignación) de la sociedad mexicana de los años 1980s es endémica,[7] bajo la cual la supervivencia de la democracia se torna difícil. El fatalismo que genera (y es generado por) sistemas políticos autoritarios que han moldeado voluntades durante generaciones independientemente de la clase social en que se encuentren llevan a una percepción de Estado omnipotente que procrea al ciudadano impotente del establishment tlatoánico, a lo que la actitud estoica del cristianismo sincrético en América Latina también ha contribuido.

Ese orden se ha ido desmitificando luego de las recurrentes crisis económicas de las últimas dos décadas tanto en México como en el resto de América Latina. Entre otras cosas, presionó a la apertura democrática de fines del siglo XX y a su vez al florecimiento de otras actitudes producto de la emancipación que trajo consigo. Mientras algunos sectores de la sociedad se convirtieron en individualistas otros fueron adoptando actitudes igualitaristas. Otro sector, sobre todo el de las generaciones más viejas y fuera de las grandes urbes, permanece predominantemente fatalista.

Los individualistas creen en el crecimiento económico como medio para crear más riqueza para todos pero en especial para ellos en virtud de, confían, su mayor capacidad.[8] Éstos son más proclives a apoyar a la derecha.

Para los igualitarios, el crecimiento económico sólo tiene sentido si lleva a reducir la inequidad, lo que además los hace relativamente menos entusiastas del progreso a solas.[9] Éstos tienden a preferir la izquierda.

Por su parte, los fatalistas sólo apoyan al bando que más estabilidad y seguridad les ofrezca, cuya reticencia a vindicar eventuales atropellos a la democracia (provenga de la derecha o de la izquierda) los convierte en el punto más vulnerable de la sociedad civil. Así, mientras izquierda y derecha en América Latina siguen polarizándose, éste grupo es el fiel de la balanza en cada elección.

En un sistema democrático de voto universal, ningún grupo es tan maleable como éste, susceptible de sumarse a quien mejor manejo de medios haga. El dualismo contemporáneo en Iberoamérica se está entonces conformando no sólo por la división entre izquierdas y derechas, propia del sistema de partidos, sino además por las distintas culturas y actitudes frente a la vida de la sociedad civil misma.



N O T A S
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[1] Op. Cit..
[2] A través de la formación de los comicios curiales y la admisión de senadores plebeyos.
[3] Op. cit.
[4] Popper, Karl (1994). Bemerkungen zur Theorie und Praxis des demokratischen Staates. En: Alles Leben ist Problemlösen: Über Erkenntnis, Geschichte und Politik. Ed. Piper (Serie Piper). Pág. 223. Munich Alemania.
[5] Saldaña Zorrilla, Sergio O. (2006). Diseño de la Democracia en México. En: El Cotidiano. No. 136. Vol. marzo-abril, 2006. Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco. México, D.F.
[6] Thompson, M. et al (1990). The Cultural Theory. Westview Press. Reino Unido.
[7] De haberse lanzado a observar más países de América Latina seguramente habría encontrado lo mismo en muchos más.
[8] En línea con la democracia liberal inglesa y su sistema político predominantemente jerárquico-individualista, que de la liberación humanista del renacimiento desarrolla con mayor fecundidad su lado individualista, también observable en el pensamiento de Locke y Hume. En los individualistas también está presente un marcado optimismo en la capacidad humana de resolver futuras depresiones a través del progreso técnico. Bajo esa lógica, no es entonces irracional su comparativamente menor preocupación por el advenimiento de crisis económicas, cosa que suelen criticar los economistas keynesianos y marxistas. El mismo optimismo está presente en posturas individualistas sobre cambio climático y calentamiento global, que argumentan que el costo-beneficio de mitigar las emisiones de gases invernadero es negativo una vez considerados los mayores ingresos que se derivarían de una industria que, aunque sea más contaminante, produzca mayor riqueza privada y recaudación fiscal, tal que financie la regeneración ambiental y provea de empleos para todos.
[9] Similar a la democracia griega, que duda del progreso y cree más en lo cíclico. De ahí la relevancia del círculo en su filosofía, observables tanto en los escritos de filosofía política de Platón y Aristóteles o en la retórica de Demóstenes en las Filipas.

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